Editorial • Agosto 2012

Algunos consideran que para entender al pueblo estadounidense hay que vivir acá, inmersos en la idiosincrasia local; es imprescindible, dicen, llevar a los chicos a la escuela, hablar con las maestras, con el plomero que viene a reparar un caño de la cocina, con el vecino que es veterano de Vietnam o de alguna otra guerra, con el cuñado de la nena que es policía o el hermano de tu novia que trabaja en una oficina del DMV. La mayoría de los que vivimos por acá, sin embargo, no tenemos grandes oportunidades de intercambiar opiniones con el gringo del país profundo, el agricultor de Kansas, el cowboy (heterosexual) de Montana, la peluquera de algún pueblo perdido entre Wyoming y South Dakota.
Es innegable que los argentinos, como tantos otros ciudadanos de otras partes del mundo, hemos crecido imbuidos por la cultura estadounidense a través de las rabietas del pato Donald, la sensualidad de la Mujer Maravilla, el implacable y sigiloso actuar de Batman, la ingenuidad de Lucy o la torpeza de los Tres Chiflados. Nosotros también hemos sido convencidos desde chicos de que los malos tienen rostros con rasgos extraños y acentos foráneos, hemos aprendido a admirar a generosos terratenientes como Ben Cartwright, a respetar a todo aquel vengador anónimo con revólver en la cintura, a emocionarnos con los valores puritanos de los Ingalls. Así y todo, a pesar de que "nos conocemos tan bien", a menudo nos preguntamos por qué la mayoría de la gente de este país piensa como piensa, adopta las posturas que adopta, o ve al resto del mundo así como lo ve. Cómo es que lo que para el resto del mundo es tan obvio, para el gringo es igualmente de obvio, pero al revés.
Lo que a veces nos empuja a este tipo de consideraciones son algunos de los grandes acontecimientos que sacuden al país de tanto en tanto. El último es el de la masacre de Colorado, en el que un hasta ese entonces “chico bueno” abrió fuego contra espectadores de un cine durante el debut de una película de acción. El perfil del muchacho decía que era un destacado estudiante, educado... y amante de las armas. Ninguna de las tres cualidades es extraña a las características de la mayoría de los hombres de este país. Y mucho menos la última.
Sin embargo, la mera insinuación de que la compra y posesión de armas de fuego debería ser controlada para evitar más masacres como esta, dispara (el juego de palabras no es intencional) en buena parte de la gente una ira incontrolable. “¡El derecho a portar armas está garantizado por la Segunda Enmienda a la Constitución Nacional!”, exponen algunos. “Restringir el uso de armas hará que solo los delincuentes las usen”, razonan otros. “Las armas no matan gente, la gente mata gente”, dicen otros, y lo sustentan con una calcomanía en el paragolpes de su Chevrolet Silverado.
Desde este lado, y luego de convivir por más de 20 años con la gente de este y otros pueblos del mundo que comparten con nosotros la misma porción de tierra, nos seguimos preguntando:
Si el derecho a comprar y portar armas está garantizado por la Segunda Enmienda de la Constitución Nacional, ¿no sería hora de hacer una tercera enmienda para adaptarnos a los nuevos tiempos?
Si nos oponemos a restringir la venta de armas porque de todas formas los delincuentes seguirían consiguiéndolas en el mercado negro: ¿por qué restringir la venta de drogas, por ejemplo, si, con la misma lógica, los delincuentes la siguen consiguiendo? Si es que no confiamos en las fuerzas de seguridad para protegernos de los delincuentes armados, ¿para qué les seguimos pagando un sueldo y los armamos hasta los dientes? A veces nos imaginamos que sería menos traumático restringir la venta de libros que la de armamento.
Por último, a diferencia de los que piensan que “las armas no matan gente, sino que la gente mata gente”, se nos ocurre más acertado decir: “las armas no matan gente, la gente CON armas mata gente”.
¿Sería demasiado pedir un debate sobre este tema? Lo sugerimos tímidamente, no sea cosa que alguno de estos buenos muchachos nos venga a contestar con una ametralladora automática, de esas que guardan en sus casas "para defensa personal".¤

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